Gerard Castellà es un cicloviajero ampurdanés poseedor del récord mundial de radios y llantas rotas en viajes sobre dos ruedas. Padre biológico del blog www.acopdepedal.wordpress.com, es un viejo conocido de Espaibici, y es que hará diez años desde que le hicimos su primer montaje a la carta.
Ahora ha decidido quitar el polvo a uno de sus cuadernos de bitácora y nos manda una pequeña crónica de su viaje a Kirguistán durante el verano del año 2015. Para recorrer el país centroasiático utilizó una bicicleta Fetamà y alforjas Ortlieb, sinónimo depolivalencia y robustez.
“¿Kirguistán?, ¿dónde está eso?”
Con mi andrajoso mapa de Kirguistán desplegado, exploro caminos que lleguen a Biskek a través del corazón de alguna cordillera. Y parece que estoy de suerte.
Consigo divisar una línea casi imperceptible de unos 150 kilómetros que atraviesa el paso de Shamshi (3.570 metros), una ruta “imposible de hacer en bicicleta”, según el personal de las oficinas de turismo de Kochkor.
De todas formas prefiero preguntar a los pastores de las afueras del pueblo, quienes a priori conocen mejor la orografía del país que un oficinista sentado en su cómoda butaca de cuero.
— “¿Es posible llegar a Biskek en bici a través del paso Shamshi?”, pregunto mientras dibujo con el dedo la línea discontinua del mapa, y lo acompaño de un movimiento rotatorio de brazos en un intento de simular los pedales de la bici.
Baja de su caballo,coge su nieto en brazos, se coloca bien su ak-alpak (sombrero típico kirguís) y observa el mapa con el asombro de quien ve por primera vez su país plasmado en un papel. Con cara de póquer, escupe un seco: “nyet” (no).
— “¿Yurta?”, y reproduzco ahora el hogar de los nómadas con una mímica de principiante.
— “Nyet”, repite.
Indagar sobre la existencia de dicha pista a este pastor monosílabo es como si él me pide que yo monte la estructura de una yurta. En el peor de los escenarios, puedo retroceder si el camino no existe. Y como tengo comida de sobra y agua asegurada —iré en paralelo al río, según el mapa—, decido proseguir la marcha por este itinerario.
Antes, sin embargo, el pastor se acerca de nuevo. Entre el resplandor plateado de su sonrisa y el tufo etílico de su aliento, me dice: “¿vodka?”, y alarga su mano con una desgastada botella de agua con un sospechoso líquido transparente en su interior.
Siguiendo la pista
En la comunidad de Shamshi, un joven albañil dibuja sobre un papel amarillento un croquis para encontrar el sendero que conduce al collado. “Tienes que cruzar el río dos veces, tomar la bifurcación de la izquierda, y pasar Sarala Saz, un asentamiento de jailoos(rebaños de animales) al otro lado de ese monte; una vez allí, pregunta por el camino”, finaliza con un inglés macarrónico.
La pista desaparece de forma gradual y sigo ahora un entramado de rodadas de jeeps, como si repasara un grafiti sobre una alfombra de césped. Según me informa un matrimonio de una yurta, cuando cruce el río detrás del próximo valle, encontraré el pequeño sendero que sube hasta el collado.
Son las tres de la tarde, momento para montar la tienda, descansar y prepararme para mañana. Sentado en el suelo, intento vislumbrar el paso de montaña, pero es imposible. Tan solo choco contra un gigante de color marrón con cara de pocos amigos.
Tras recoger la tienda de acampada, emprendo la marcha y salto a la otra cara del valle, donde diviso unos puntitos blancos en medio de este campo de fútbol infinito. Paso junto a unas yurtas y el patriarca de la familia me invita a desayunar: chai (te), boosok (pan frito) y kumus (leche fermentada de yegua, con sabor agrio).
Ésta ha sido la hospitalidad que he encontrado día tras día en las montañas de este país. Y es que me fascina su modus vivendi: los semi-nómadas pasan medio año en las montañas criando sus rebaños y, la otra mitad, en el pueblo.
La bici más feliz del mundo
El famoso sendero no es más que una huella de caballo a lo largo de rocas, hierba y más piedras, cerca de un valle que se empequeñece a medida que gano altitud. La estrategia a seguir es clara: empujar, descansar y empujar. Sin embargo, este es un territorio virgen, inmaculado, y aprovecho para fotografiarlo cada cinco minutos.
Arrastro mi caballo de hierro, ya abatido, por un pedregal de mala muerte que pone la mecánica al límite. Las pendientes que sumo tampoco mejoran la situación. Y es entonces cuando pienso que mi bici sufre una crisis de identidad. No entiende de metáforas, pobrecita.
A menudo la he llamado caballo de hierro, y ahora me ha llevado a su patio de recreo. Si consigue salir de ésta, podrá cabalgar donde quiera. Si pudiera hablar no sé si me contaría que es la bici más feliz del mundo por haber conocido estos rincones de mundo o, por el contrario, blasfemaría mi nombre hasta el más allá.
Después de ocho horas de empujar la bici y sumar once tristes kilómetros, culmino la cima del paso Shamshi (3.570 metros). La otra cara de la montaña no es para tirar cohetes, tampoco. Entre una zona rocosa, se divisa una pequeña línea que se enrosca para salvar el pronunciado desnivel.
A duras penas puedo pedalear ya que las zapatas de freno se han desintegrado, y las rocas del camino dificultan el descenso, por lo que me toca empujar la bici nuevamente, ahora de bajada. El cansancio y la fatiga acumulados pasan factura.
Cuando me despierto al día siguiente, tengo todo el cuerpo adolorido: las manos hinchadas, los tobillos magullados, y la espalda y todos los músculos tensos como si tuviesen que partirse en dos.Quizás sea éste el precio a pagar por pedalear por el paraíso.
Si deseas saber más sobre los viajes cicloturistas de Gerard Castellà, puedes consultar su blog www.acopdepedal.wordpress.com o también los canales de Instagram @gerard.castella y el hashtag #acopdepedal.
Conec alguna ruta més d’aquest paio i fa unes propostes com per anar i no voler tornar mai més, a casa. Manté una relació gairebé sàdica amb les seves bicicletes quan les comanda pels corriols de tant que les maltracta, subjectant-les amb tal fermesa que no pensen cap instant d’abandonar la traça que deixa tot i l’apedregament a què somet els pneumàtics i els pendents als que s’afronta. Això sí, un cop acabada la jornada, amb la tenda ja muntada, comprova un a un els radis amb la delicadesa d’un mecànic d’alta costura, com un bon músic que acarona amb deteniment les cordes d’un arpa. Sí, si la ruta és la partitura, el Gerard és un gran intèrpret.