Un cóctel irresistible de montañas vírgenes y culturas tribales. En esta ocasión acompañamos a Gerard Castellà hasta la Frontera Prohibida.
Arunachal Pradesh es el estado más grande del noreste de la India. En una tierra aislada y remota fronteriza con el Bután, Myanmar y Tíbet, lejos del circuito turístico convencional.
Caminos que te engullen
Al tomar el camino viejo que se dirige hasta Seppa, el entorno selvático me engulle como una aspiradora a través de tupidos túneles de inmensas hojas de plataneros.
La pista, claramente en desuso, está recubierta de un falso manto polvoroso que esconde piedras traidoras, al estilo de las terracerías guatemaltecas.
A medida que gano altitud, percibo que la naturaleza ha sido sumamente generosa con este rincón del planeta.
Tan pronto como llego a Seppa, tengo la sensación de haber entrado en otra dimensión.
Orgullosos de su cultura
Dilataciones faciales, ojos almendrados y pómulos marcados. Hombres con la bopiah, el casquete típico de la tribu de los Nyishi hecho de rafia, madera y plumas, y que emula un calao bicorne, un ave que habita en esta región.
Los hombres con cuchillos y espadas enormes –los dao–, ocultas en una funda de bambú adornada con piel de yak o leopardo.
Las mujeres con estridentes colgantes en unos mercados locales de National Geographic.
Mientras merodeo por los silenciosos senderos de Ziro me fijo en los amuletos de las casas, hechos de caña, paja y cáscaras de huevo, con el fin de ahuyentar los malos espíritus.
Tengo la impresión de transitar por los últimos vestigios de una tradición tribal que pronto desaparecerá. Quizás sin dejar más rastro del que pueda retener una fotografía.
La cultura es un ente dinámico, en movimiento perpetuo, pero ¿hasta qué punto es capaz de evolucionar y adaptarse a los nuevos tiempos sin perder su carácter?
Camino de la frontera prohibida
Avanzo hacia el norte, allí donde se levanta una majestuosa ola de conos de nata. Me llega el eco hipnotizador de cantos de sirena: el valle de Mechuka.
El valles es conocido también como la Frontera Prohibida, a escasos veinte kilómetros del Tíbet.
Aunque mis piernas ya no responden tras surcar las estribaciones del Himalaya durante estos meses, sé que éste será el último gran esfuerzo del viaje.
He tomado un desvío de 200 kilómetros tan innecesario como atrayente. Pero quiería despedirme de la cordillera más alta del mundo.
Los turistas no pasan por acá
Como imaginaba, sé que no pasarán más de diez minutos hasta que alguien me invite a pasar la noche bajo su techo.
Alrededor del bukhari –la chimenea abierta omnipresente en Arunachal–, el patriarca desborda alegría por tener un extranjero en casa.
“Aquí nunca se ha detenido un turista”, comentará su hijo de diecinueve años. Y eso es motivo de celebración, parece ser.
La mujer de la familia prepara un arroz con bambú para chuparse los dedos. Este va aderezado con carne de mithun (buey), y todo regado con apong –cerveza artesanal de mijo.
La cama es el suelo mismo de bambú, protegido con un par de esterillas que harán de colchón.
Me acerco al fuego, que en diciembre el frío aprieta en estas latitudes.
Un regalo en medio de recónditos valles
El murmullo del público empieza a ser insoportable, me siento ansioso de conocer qué depara el otro lado del telón.
Redoble de tambores in crescendo, cortinas entreabiertas y voilà.
La guinda de la travesía del Himalaya se escondía en el remoto valle de Mechuka.
En meste rincón, tan salvaje como duro de alcanzar, mi cuerpo maltrecho dice basta al fin.
Paso jornadas de descanso activo sintiéndome pequeño al lado de los titánicos seis miles del Pachakshiri.
Visitando milenarias gompas budistas y fronteras prohibidas. Desconecto para volver a conectar.
Voy a dejar de pasar frío y conocer a los Memba, la tribu originaria del Tíbet y con estrechos lazos con Lhasa.
Es hora de abandonar el Himalaya y concluir la segunda etapa del viaje.
La despedida tenía que ser de alto vuelo, y así ha sido, con el retumbe de un Sant Joan con más pólvora que nunca.
Esta cordillera asiática que me ha acompañado durante muchas semanas es sencillamente una de las regiones más fascinantes del planeta.
Es en las montañas donde mi caballo de hierro –una Surly Ogre– se siente libre de verdad, allí donde se escriben las batallitas y se sueña la vida.
A partir de aquí bajaré de cota y me encaminaré hacia el sureste asiático. Ha valido la pena, sí. Toda la pena del mundo.
El Himalaya nunca decepciona. Que continúe la fiesta.
Si deseas saber más sobre los viajes cicloturistas de Gerard Castellà, puedes consultar su blog o también los canales de Instagram @gerard.castella y el hashtag #acopdepedal.